jueves, 21 de mayo de 2015

Crónicas homosexuales de una beoda

Mujeres
Creo que de la primera que me enamoré verdaderamente fue de Graciela, era una niña hermosa, con una sonrisa inigualable y hoyuelos que la magnificaban. Era un poco extraña, le gustaba hacerle un poco al papel de batillo, me mandaba mensajes con una amiga, cuando salíamos de paseo -recuerdo bastante bien una escena en el museo- me tomaba de la mano y así caminábamos por todo el recorrido. Yo quería explotar de emoción, o no sé qué era que me invadía el pecho y se sentía terriblemente bien, aunque aplastante.


Continuamente me dejaba de hablar porque le provocaban celos mi amistad con otras mujeres y eso causaba dos reacciones en mí, las cuales hasta el día de hoy siguen rigiendo mi patética vida amorosa: placer o vanidad por ser celada y provocar precisamente ello. Posteriormente se contentaba, claro, por medio de una amiga, y andábamos como noviecillas precoces de nuevo. Solía tomarme de la cintura colocándose detrás de mí, ya dije que era un poco masculino su comportamiento. ¡Pero me hacía tan jodidamente feliz! Porque creo que hasta entonces era la primera persona que me demostraba afecto más allá de lo físico, me regalaba su tiempo, sus besos y abrazos.


Después me entusiasmé con otras niñas y la dejé esperando las sobras de mi atención, ninguna de las otras vale la pena la mención porque fueron cosas pasajeras y en su conjunto no enamoraban mi sensibilidad.
Hasta que llegó Marlene y me perdí. Era una niña igual o más hermosa que Graciela, lo cierto es que físicamente eran bastante distintas, Marlene era blanca y de ojos algo claros, simétrica, con sonrisa poco particular pero no por ello pasaba desapercibida.
Creo que el encanto de esa mujer residía en su capacidad para manejar el amor de los demás, además de su físico, claro está. La conocí durante un incidente demasiado estúpido, y fue que cuando se daba la repartición de ropa le cayó una prenda interior a otra niña y ambas nos reímos de manera tal que terminamos mirándonos fijamente. Fue como una presentación ineludible, mágica, un "me gustas" con las ojos.


Creo que ahí comenzó mi perdición por las mujeres, ¡demonios! Pareciera que no soy de este planeta cuando me encuentro en este tipo de situaciones. La mayor parte del tiempo me la pasaba con Marlene, jugueteábamos durante el día, platicábamos, nos mirábamos furtiva o descaradamente, éramos dos en uno. Sin embargo, durante la noche era todo un bloque de hielo y sólo hasta el siguiente día podría aspirar a un poco de su anhelado amor.
Recuerdo dos incidentes con ella. El primero sucedió en el baño, un día la perseguí por todo el internado hasta que se encerró en el baño y me las ingenié para entrar, entonces me pegó contra la pared y me colocó las manos hacia arriba. Hubiera dado el alma porque me besara, pero sólo corrimos de allí. El segundo fue cuando salimos de paseo y me tomó de la mano durante el transcurso, era diabólicamente encantadora y hermosa, ¿cómo puede alguien abstenerse a morir de amor en un instante?


Luego salió del internado y me dejó de hablar, pero ni un sólo día que pudo me quitó la vista de encima, y podría jurar pese a que le rogué innumerables veces que me hablara y nunca lo hizo, que ella sentía lo mismo por mí. Soñaba con ella tantos y tantos días que pensé que jamás la sacaría de mi cabeza, estaba celosa de todo el que se acercara a ella, soy una maniática, pero acabó. Duró creo que tres años el encanto.


Hasta que conocí a la mayor historia de amor concebible, es como un cuento, pero creo que sólo sucedió en mi cabeza... Esta tercera mujer -de la cual hablaré posteriormente- me enamoró de manera tal que hizo que cambiara muchísimas cosas. Creo que la amé. Creo que aún la quiero, aunque las circunstancias no se cansen de separarnos.


Luego seguiré con mis crónicas homosexuales.

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