En mi opinión, esta es la parte más graciosa de todo el libro,
cualquiera que lo haya leído me dará la razón :), sin omitir
nada, es la escena completa.
"Aureliano Segundo no tuvo conciencia de la canta-
leta hasta el día siguiente, después del desayuno, cuando
se sintió aturdido por un abejorreo que era entonces más
fluido y alto que el rumor de la lluvia, y era Fernanda que
se paseaba por toda la casa doliéndose de que la hubieran
educado como una reina para terminar de sirvienta en una
casa de locos, con un marido holgazán, idólatra, libertino,
que se acostaba boca arriba a esperar que le llovieran panes
del cielo, mientras ella se destroncaba los riñones tratan-
do de mantener a flote un hogar emparapetado con alfile-
res, donde había tanto que hacer, tanto que soportar y co-
rregir desde que amanecía Dios hasta la hora de acostarse,
que llegaba a la cama con los ojos llenos de polvo de vidrio
y, sin embargo, nadie le había dicho nunca buenos días,
Fernanda,qué tal noche pasaste, Fernanda, ni le habían
preguntado aunque fuera por cortesía por qué estaba tan
pálida ni por qué despertaba con esas ojeras de violeta, a
pesar de que ella no esperaba, por supuesto, que aquello sa-
liera del resto de una familia que al fin y al cabo la había
tenido siempre como un estorbo, como el trapito de bajar
la olla, como un monigote pintado en la pared, y que siem-
pre andaban desbarrando contra ella por los rincones, lla-
mándola santurrona, llamándola farisea, llamándola la-
garta, y hasta Amaranta, que en paz descanse, había di-
cho de viva voz que ella era de las que confundían el culo
con las témporas, bendito sea Dios, qué palabras, y ella ha-
bía aguantado todo con resignación por las intenciones
del Santo Padre, pero no había podido soportar más cuan-
do el malvado de José Arcadio Segundo dijo que la perdi-
ción de la familia había sido abrirle las puertas a una ca-
chaca, imagínese, una cachaca mandona, válgame Dios, una
cachaca hija de la mala saliva, de la misma índole de los
cachacos que mandó el gobierno a matar trabajadores, dí-
game usted, y se refería a nadie menos que a ella, la ahija-
da del Duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le
revolvía el hígado a las esposas de los presidentes, una fi-
jodalga de sangre como ella que tenía derecho a firmar con
once apellidos peninsulares, y que era el único mortal en
ese pueblo de bastardos que no se sentía emberenjenado
frente a dieciséis cubiertos, para que luego el adúltero de
su marido dijera muerto de risa que tantas cucharas y tene-
dores, y tantos cuchillos y cucharitas no era cosa de cristia-
nos, sino de ciempiés, y la única que podía determinar a
ojos cerrados cuándo se servía el vino blanco, y de qué la-
do y en qué copa, y cuándo se servía el vino rojo, y de qué
lado y en qué copa, y no como la montuna de Amaranta,
que en paz descanse, que creía que el vino blanco se ser-
vía de día y el vino rojo de noche, y la única en todo el li-
toral que podía vanagloriarse de no haber hecho del cuerpo
sino en bacinillas de oro, para que luego el coronel Aure-
liano Buendía, que en paz descanse, tuviera el atrevi-
miento de preguntar con su mala bilis de masón de dón-
de había merecido ese privilegio, si era que ella no cagaba
mierda sino astromelias, imagínese, con esas palabras,
y para que Renata, su propia hija, que por indiscreción
había visto sus aguas mayores en el dormitorio, contesta-
ra que de verdad la bacinilla era de mucho oro y de mu-
cha heráldica, pero que lo que tenía dentro era pura mier-
da, mierda física, y peor todavía que las otras porque era
mierda de cachaca, imagínese, su propia hija, de modo que
nunca se había hecho ilusiones con el resto de la familia,
pero de todos modos tenía derecho a esperar un poco de
más consideración de parte de su esposo, puesto que bien
o mal era su cónyuge de sacramento, su autor, su legítimo
perjudicador, que se echó encima por voluntad libre y so-
berana la grave responsabilidad de sacarla del solar pater-
no, donde nunca se privó ni se dolió de nada, donde tejía
palmas fúnebres por gusto de entretenimiento, puesto que
su padrino había mandado una carta con su firma y el se-
llo de su anillo impreso en lacre, solo para decir que las
manos de su ahijada no estaban hechas para menesteres
de este mundo, como no fuera tocar el clavicordio y, sin
embargo, el insensato de su marido la había sacado de su
casa con todas las admoniciones y advertencias y la había
llevado a aquella pila del infierno donde no se podía res-
pirar delcalor, y antes de que ella acabara de guardar sus
dietas de Pentecostés ya se había ido con sus baúles de trashu-
mantes y su acordeón de perdulario a holgar en adulterio
con una desdichada a quien bastaba con verle las nalgas,
bueno, ya estaba dicho, a quien bastaba con verle menear
las nalgas de potranca para adivinar que era una, que era
una..., todo lo contrario a ella, que era una dama en el pa-
lacio o en la pocilga, en la mesa o en la cama, una dama de
nación, temerosa de Dios, obediente de sus leyes y sumisa
a sus designios, y con quien no podía hacer, por supuesto,
las maromas y vagabundias qu ehacía con la otra, que por
supuesto se prestaba a todo, como las matronas francesas,
y peor aún, pensándolo bien, porque estas al menos tenían
la honradez de poner un foco colorado en la puerta, seme-
jantes porquerías, imagínese, ni más faltaba, con la hija
única y bienamada de doña Renata Argote y don Fernan-
do del Carpio, y sobre todo de este, por supuesto, un san-
to varón, un cristiano de los grandes, Caballero de la Or-
den del Santo Sepulcro, de esos que reciben directamente
de Dios el privilegio de conservarse intactos en la tumba,
con la piel tersa como raso de novia y los ojos vivos y diá-
fanos como las esmeraldas.
-Eso sí no es cierto -la interrumpió Aureliano Se-
gundo-, cuando lo trajeron ya apestaba."