Ella es un gran apoyo moral; es
mi motivación para cualquier nimiedad o gran empresa; y más que eso, es el
placer más exquisito que la vida me permite.
Tiene mi sonrisa pendiendo de su
influjo. Todas sus actitudes y estados de ánimo son de mi absoluta incumbencia
desde hace algún tiempo. He llegado a verlo como un regalo, porque después de
creer que el lugar que aloja mis sentimientos era un campo estéril, comencé a
apreciar esa conglomeración de belleza (Ella) que merece y es responsable de lo
más hermoso que puedo sentir recientemente.
Lo mágico es indiscutible porque
no puede ser comprendido. Así la conocí. Un día en el que olvidé todos los
placeres hasta entonces experimentados, las emociones anteriores, ¡y la mismísima
idea del futuro se desvaneció! Me convertí en el espectador más afortunado, que
presenció la fuente de belleza que se siempre imaginaba cuando leía obras de
Oscar Wilde. Y todo cobró sentido, los anhelos tomaron forma, se
materializaron.
De pronto todo parece nuevo e
inconexo. Ella es la constante que rige mis operaciones de vida. Su persona es
expendedora de felicidad, pero no exclusivamente para mí, pues donde quiera que
lleva esa sonrisa alegra el ambiente. Y eso, francamente, enloquece. Produce un
choque catastrófico donde se mezclan pensamientos, sentimientos y anhelos, para
que segundos después no quede nada… nada que me dé una idea de qué sucede.
Alterno entre el encanto y la
impaciencia, y es ésta última la responsable de la combinación precisa de estas
palabras durante una noche donde lo que más deseo en el mundo es tenerla cerca.
O escuchar por lo menos esas preguntas desquiciantes, esas hipótesis sugerentes,
y momentos de sinceridad donde se acaba el tiempo. Entonces ella dice “no
quiero que sea mañana”, y yo concluyo “no quiero que sea ni siquiera el segundo
siguiente”, porque justo ahí, justo en ese espacio-tiempo-circunstancia soy más
que feliz.